lunes, 9 de julio de 2018

Cuidémonos de quejarnos bajo la aflicción

Cuidémonos de quejarnos bajo la aflicción

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Vemos la gran bendición para el alma del hombre, que puede ser la aflicción.
Marcos 2:10, “Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados”.
Se nos dice que llevaron hasta nuestro Señor a un enfermo de parálisis para que fuera sanado. Desvalido e impotente fue llevado en su cama por cuatro amables amigos y dejado en medio del lugar donde Jesús estaba predicando. Inmediatamente se cumplió el deseo del alma del hombre. El gran Médico del alma y del cuerpo le vio y le proporcionó pronta liberación. Le restauró la salud y la fuerza. Le proporcionó la bendición más grande: el perdón de los pecados. En resumen, el hombre que había sido llevado desde su casa hasta Él aquella mañana débil, dependiente y postrado tanto en cuerpo como en alma regresó a su casa gozoso.
¿Quién puede dudar de que al final de sus días este hombre daría gracias a Dios por su parálisis? Sin ella, probablemente habría vivido y muerto en ignorancia y nunca habría visto a Cristo. Sin ella, probablemente habría estado cuidando de sus ovejas en las verdes colinas de Galilea toda su vida, nunca habría sido llevado a Cristo y nunca habría escuchado aquellas benditas palabras: “Tus pecados te son perdonados”. Su parálisis fue en verdad una bendición. ¿Quién podía decir que sería el comienzo de la vida eterna para su alma?
¡Cuántos en cada época pueden dar testimonio de que la experiencia de este paralítico ha sido la suya propia! Han aprendido sabiduría por medio de su aflicción. Las aflicciones acaban en misericordia. Hay pérdidas que acaban siendo verdaderas ganancias. Hay enfermedades que conducen hasta el gran Médico de las almas, que conducen a la Biblia ocultando el mundo, mostrándoles su propia necedad y enseñándoles a orar. Miles de personas pueden decir como David: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos” (Salmo 119:71).
Evitemos quejarnos cuando estamos afligidos. Podemos estar seguros de que hay una necesidad para cada cruz y una sabia razón para cada prueba. Toda enfermedad y tristeza es un mensaje misericordioso de Dios y tiene el propósito de llamarnos a acercarnos a Él. Oremos para aprender la lección de que cada aflicción nos enseña algo. “Mirad que no desechéis al que habla”.
Vemos el poder sacerdotal para perdonar pecados que posee nuestro Señor Jesucristo.
Leemos que nuestro Señor le dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Le dijo estas palabras con un sentido. Conocía los corazones de los escribas que le rodeaban. Trataba de mostrarles que Él afirmaba ser el verdadero Sumo Sacerdote y tener el poder de absolver a los pecadores, aunque entonces rara vez se expresó así. Pero les dijo expresamente que tenía ese poder. Les dice: “El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados”. All decir “tus pecados te son perdonados”, solo había ejercido el oficio que le correspondía.
¡Consideremos lo grande que ha de ser la autoridad de Aquel que tiene poder para perdonar pecados! Eso nadie puede hacerlo salvo Dios. Ningún ángel del Cielo, ningún hombre sobre la Tierra, ninguna iglesia ni concilio, ningún ministro ni denominación puede quitar de la conciencia del pecador la carga de la culpa y proporcionarle paz con Dios. Pueden señalar la fuente de todo pecado. Pueden declarar con autoridad aquellos pecados que Dios desea perdonar. Pero no pueden quitar las transgresiones. Esto es prerrogativa exclusiva de Dios y una prerrogativa que ha puesto en manos de su Hijo Jesucristo.
Pensemos por un momento en la gran bendición que es el que Jesús sea nuestro gran Sumo Sacerdote y sepamos adónde acudir en busca de absolución. Necesitamos un Sacerdote y un sacrificio entre nosotros y Dios. La conciencia exige una expiación de nuestros muchos pecados. La santidad de Dios lo hace absolutamente necesario. Sin un sacerdocio expiatorio no puede haber paz en el alma. Jesucristo es el Sacerdote preciso que necesitamos, con poder para perdonar, compasión y deseos de salvar.
Y ahora preguntémonos si hemos conocido ya al Señor Jesús como nuestro Sumo Sacerdote. ¿Hemos acudido a Él? ¿Hemos buscado su absolución? Si no, aún estamos en nuestros pecados. Nunca podremos descansar hasta que el Espíritu testifique a nuestro espíritu de que nos hemos sentado a los pies de Jesús y hemos escuchado su voz diciéndonos: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.  J.C. Ryle